Pasión de multitudes, el nuevo opio del pueblo, la guerra por otros medios, un juego amañado, el deporte universal. Estos, y tantos otros que no cabrían ni en diez volúmenes de la enciclopedia británica, son apelativos que se refieren a un todo polisémico y multiforme: el fútbol.
La cuestión genética
«El fútbol, pegar patadas a algo para que se mueva, es algo natural, consustancial al ser humano. Los ingleses pusieron las reglas, pero el fútbol ya estaba en Atapuerca.»
José Luis Iribar, guardameta.
Actividad procedente de distintas tradiciones históricas y culturales a lo largo y ancho del globo –el fútbol de carnaval inglés, el calcio florentino, el soule francés, los juegos de pelota precolombinos…-, este 2013 hemos celebrado el 150 cumpleaños de la fundación del fútbol “moderno”: la legendaria redacción del primer reglamento de ‘association football’ en la taberna Freemasons’ de Londres por parte de unos visionarios estudiantes de la Universidad de Cambridge, liderados por Ebenezer Cobb Morley.
A bordo de los navíos ingleses, extendidos por los cuatro costados del mundo gracias a la influencia del descomunal Imperio británico y la presencia de establecimientos económicos de la corona en todos los continentes, el fútbol fue dejando su impronta en los cinco continentes, inoculando una pasión que no entiende de fronteras económicas, culturales o raciales. Fueron los trabajadores ingleses de las minas de Río Tinto, en Huelva, los primeros en echar a rodar un balón en tierra española. A pesar de que hay constancia de la fundación de un club en dicha comarca, el Río Tinto Foot-Ball Club, no es hasta el 23 de diciembre de 1899 cuando aparece la primera inscripción de un club de fútbol, el Huelva Recreation Club, aún existente en la actualidad bajo el hispanizado nombre de Real Club Recreativo de Huelva. Catorce años después, nacería la Federación Española de Fútbol. El primer corpus reglamentario unificado para los clubes españoles queda definido en 1926. Sentadas las bases del profesionalismo, se inaugura la Liga española en el año 1929. El espectáculo estaba servido.
Curso de democracia aplicada
«El fútbol es el primer deporte del mundo, es el deporte más atractivo para todos los continentes. Si yo tuviera que decir por qué sucede eso, es porque no siempre ganan los poderosos.»
Marcelo Bielsa, entrenador.
Pero, ¿qué estímulo puede ofrecer el fútbol? Como jugador es obvio: su práctica es una de las más democráticas y asequibles de entre todos los deportes colectivos. El fútbol no exige un físico especialmente poderoso. Los considerados dos mejores jugadores de la Historia, Pelé y Maradona, no superaban los 1,70 metros de altura. Otro de los elegidos, Johann Cruyff, difícilmente podría recibir el calificativo de coloso, defecto que combinaba con una afición al tabaco lindante con la adicción. Lionel Messi, el mejor jugador del mundo en la actualidad, ganador de cuatro balones de oro consecutivos, requirió hormonas de crecimiento en su infancia, tratamiento que no le ha servido para superar los proverbiales 1’70 metros de altura de los citados astros. Sus mejores aliados, Xavi Hernández y Andrés Iniesta, dos de los mejores futbolistas españoles de la Historia, tipos lejanos del prototipo de atleta olímpico, no le miran precisamente por encima del hombro. Por supuesto, la condición física es imprescindible para el desempeño profesional de este deporte de élite, pero no es un factor decisivo: la técnica individual, la inteligencia para apoyarse y complementarse con las virtudes de los compañeros y el conocimiento de los resortes internos del fútbol son en definitiva los detalles que separan a un buen jugador de un fuera de serie destinado a escribir con letras de oro su nombre en la posteridad.
Por otro lado, si nos ceñimos al aspecto estrictamente económico, el fútbol pertenece al pueblo en su totalidad. No necesita un campo de medidas reglamentarias, todo terreno, despejado o no, es bueno para su práctica. No necesita instrumentos específicos o instalaciones particulares, dos bultos estratégicamente dispuestos pueden hacer las veces de portería. Por no necesitar, ni siquiera necesita balón: una lata, una botella, una pila de calcetines anudados o incluso una piedra puede cumplir las funciones de esa vejiga de cordero inflada y cubierta de cuero venida a más. Luego ya vendrá la camiseta ‘authentic replica’, el balón exclusivo del mundial y el gusto por personalizar botas de fútbol con el nombre de nuestros sobrinos y la bandera de la comunidad autónoma.
Es un tópico como cualquier otro, pero las favelas de las megalópolis brasileñas suponen una cantera inagotable de jóvenes futbolistas que han superado con tesón, imaginación y talento las rocosas defensas que la vida ha ido poniendo delante suyo. Los potreros argentinos son la escuela de alto rendimiento de cracks mundiales como ‘Kun’ Agüero y ‘Apache’ Tévez, no digamos ya de Diego Armando Maradona, hijo de Villa Fiorito, barrio privado (privado de luz, de agua, de teléfono) de Buenos Aires. En los países africanos, el fútbol es una de las principales vías de futuro para una población cercana a la miseria absoluta. No obstante, no hace falta irnos tan lejos. ¿Quién mayor de veinte años no recuerda haber disputado acaloradas pachangas en un descampado, corriendo entre farolas y señoras protestonas y con dos mochilas o dos cazadoras a modo de portería?
Aunque el esquema organizativo trasplantado del más deshumanizado e injusto turbocapitalismo quiera impedirlo, este carácter democrático y universal extiende también sus ramas hacia la propia competición futbolística. A priori, ambos contendientes parten de la igualdad, con un 0 a 0, y bueno… Como dijo aquel “90 minutos son molto longo”. El equipo regional que, peldaño a peldaño, acaba arrebatándole la copa a los gigantes del país, los recurrentes “galacticidios”, el conjunto recién ascendido que se clasifica para Champions League y, además, alcanza las semifinales de forma épica, la Eurocopa en la que el país invitado por la baja de una selección se alza finalmente con el trofeo. Si el fútbol fuese previsible, todo el mundo acertaría las quinielas. Y no, es algo que no ocurre todos los días. Ahí radica su magia, su belleza. El derecho a soñar, la creencia en la recompensa del esfuerzo, el que, de una vez por todas, se haga justicia. Aunque sea poética.
Uno para todos y todos para uno
«Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.»
Albert Camus, filósofo.
Su mismo nombre, association football (fútbol de asociación), sintetiza el sentido último del juego: la fuerza del colectivo, la necesidad de juntar hombro con hombro para alzarse con la victoria, el bien común por encima del beneficio particular.
Una estrella, por sí misma, es incapaz de derrotar a un equipo de once obreros del balompié. Pocos ejemplos hablan mejor de este triunfo colectivo que los éxitos de la Selección española: jugadores de perfil bajo en lo físico, pero amantes del fútbol de toque, lo suficientemente hábiles para entender el funcionamiento interno del juego y arribar al área en bloque, al abrigo de una continua corriente de pases de balón. En resumen, de apoyar sus virtudes y camuflar sus defectos sobre la espalda del compañero, y viceversa.
Xavi Hernández no tuvo trascendencia verdadera en el juego del Barcelona hasta la contratación de un escudero con anatomía y comportamiento de perro de presa como Edgar Davids. Un depredador desbocado como Neymar no podría dar rienda suelta a sus instintos sin que Adriano soportase parte de su carga de responsabilidad en cuanto a tareas defensivas. Andrea Pirlo no podría trazar la arquitectura del juego con la misma exactitud si no contase con un Gennaro Gattuso yendo de un lado para otro cargando sacos de cemento y apagando fuegos momentáneos. A no ser que Diego Costa no cargue con la ingrata responsabilidad de marcar territorio mediante empujones, salivazos y malos modos, la defensa contraria acribillará sin piedad las piernas de jugadores más introvertidos, inexpertos o frágiles como Oliver Torres. Si Di María no se desfonda durante una carrera de 60 metros de cara a su propia portería, Arbeloa las iba a pasar canutas ante una posible superioridad numérica del rival.
El fútbol es, ante todo, solidaridad, respeto devoto por el camarada de fatigas, reparto proporcionado de tareas y culpas, igualdad equilibrada en los méritos.
Otra cosa es el hooliganismo, pero eso, como decía el mítico Brian Clough, es más propio de la clase política que de un partido de fútbol.
Arte en movimiento
«Decir que pagaron para ver a veintidós mercenarios dar patadas a un balón es como decir que un violín es madera y tripa, y Hamlet, papel y tinta.»
John Boynton Priestley, escritor británico.
Independientemente del equipo o de la selección por la que anime el espectador de fútbol, es imposible que no sienta ese hormigueo en el estómago, que un escalofrío veloz no recorra su espina dorsal, cuando ve un control orientado con posterior ‘roulette marsellesa’ de Zinedine Zidane. Que no se lleve las manos a la cabeza con un pase en profundidad mirando al tendido de Michael Laudrup. Que no sienta un respeto litúrgico por el uno-dos y las croquetas made in Andrés Iniesta. Que no empuje anímicamente, agarrado con las uñas al borde del sofá, una imposible finta en banda de Garrincha. Que no desee compartir vestuario y barra de bar con un virtuoso de la bola y la copa como George Best. Que no grite como suyo el Gol del Siglo del Barrilete Cósmico, dejando por el camino a tanto inglés.
Con Zidane: A 21st Century Portrait, el artista francés Philippe Parreno se atrevió a materializar lo que todo hijo de vecino ya sabía: el fútbol es arte y Zidane es el heredero de Miguel Ángel. Precisión, fantasía, eficiencia, creatividad, pragmatismo. De igual modo que los pioneros del cinematógrafo realizaban inmortales sinfonías visuales a mayor gloria de ciudades como Berlín, Nueva York o Niza para ejemplificar la preeminencia del ser humano en el siglo XX, la hipnótica plasticidad, la coordinación cartesiana y la imponente elegancia del mago francoargelino es una de las cimas de la civilización humana del nuevo milenio. Una de las escasas razones que convencerían al Todopoderoso de salvar a la humanidad de un nuevo y bien ganado Diluvio.
Everybody is talkin’
«El fútbol es igual en todas partes.»
Juan Román Riquelme, mediapunta.
Si usted ha salido de las fronteras del país y algún nativo extranjero le ha inquirido acerca de su nacionalidad, a buen seguro que su primera reacción al conocerla habrá sido exclamar “¡Ah, Real Madrid!”, “¡Oh, Barcelona!”, “¡Messi!”, “¡Cristiano Ronaldo!”. Desde Pekín hasta Lima, de Ciudad del Cabo a Estocolmo –quizás con la temporal excepción de Estados Unidos y la India-, el futbol es el lenguaje que domina al mundo, que unifica credos, etnias y nacionalidades. De un modo u otro, el planeta fútbol se encuentra conectado mediante las competiciones internacionales o, en último caso, a través de las señales por satélite de la televisión de pago. El Real Madrid cuenta con grupos peñistas tan lejanos de Chamartín como Lingwala (República Democrática del Congo) o Sydney (Australia). El Fútbol Club Barcelona cuenta con acérrimos incondicionales en Trinidad y Tobago y Shanghai.
El fútbol es el mejor embajador de una ciudad. ¿Quién sabría acaso situar la cenicienta e industrial Manchester en un mapa si no fuera por la admiración que despiertan el City y el United? Es su luz la que ilumina la imagen exterior que, a nivel popular se tiene de un país. España es el lugar de nacimiento de tipos menudos pero gigantes en talento, capaces de conseguir la gloria a fuerza del trabajo común. Una imagen idílica que no creo que precisamente transmita la realidad política nacional.
Como ven, los valores diplomáticos del fútbol no conocen límites. Uno puede fundamentar el inicio de una gran amistad a partir de una animada conversación con un par de nombres compartidos en común y unos cuantos gestos divertidos de reverencia, indiferencia o desdén. Y no solo en una escala personal, recordemos aquella idea del deporte como al guerra por otros medios, la resolución de todas las tensiones internacionales por medio de incruentas competiciones en las que lo único que puede resultar herido sea el orgullo. De ahí el asombro de Winston Churchill, líder de la Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, a propósito de la idiosincrasia italiana, que afronta las derrotas bélicas como si de un partido de fútbol se tratase y que sitúa las derrotas ‘calcisticas’ al nivel de auténticas tragedias nacionales.
Prórroga y Gol de Oro
«Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso.”
Bill Shankly, entrenador