Siempre me ha parecido curioso cómo hay fiestas que nos parecen súper actuales, casi inventadas para vender cosas, pero que en realidad tienen raíces súper antiguas. Halloween es un ejemplo perfecto. Mucha gente lo asocia directamente con Estados Unidos, con las películas, con niños disfrazados pidiendo caramelos de casa en casa y con calabazas iluminadas en las ventanas. Pero si te pones a investigar un poco, resulta que esta fiesta tiene un origen mucho más viejo, mucho más espiritual y también mucho más serio de lo que parece hoy en día.
A mí me encanta todo lo que tiene que ver con el origen de las celebraciones. Ya de pequeña me gustaba preguntar de dónde venían las tradiciones. Y con Halloween me pasó algo muy parecido a lo que descubrí con el Carnaval. La versión moderna se queda corta si la comparas con lo que significaba en sus inicios…
Lo que hoy llamamos Halloween viene de un festival celta llamado Samhain. Y no era cualquier cosa: era la fiesta más importante del año para ellos. Era un momento del calendario en el que los celtas sentían que el mundo de los vivos y el mundo de los muertos se tocaban, y había que estar preparado para enfrentarlo. Suena intenso, ¿no?
Y me gusta pensar en cómo algo tan profundo ha acabado transformándose en lo que ahora vemos cada 31 de octubre. En parte, esa mezcla entre lo pagano, lo religioso y lo comercial es lo que mantiene viva la fiesta.
Y creo que ahí está lo bonito: entender de dónde viene para valorar más lo que hacemos hoy.
Samhain, el verdadero inicio de todo
El Samhain se celebraba en la cultura celta, sobre todo en lo que hoy es Irlanda, Escocia y parte de Inglaterra. Para ellos, el año estaba dividido en dos mitades: la de la luz y la de la oscuridad. Y el Samhain marcaba justo el final del verano y la llegada del invierno, la temporada más dura.
No era solo un cambio de estación. Los celtas creían que durante esa noche, la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos se volvía muy fina, casi inexistente. Eso significaba que los espíritus podían caminar entre nosotros. Algunos venían a visitar a sus familias, lo cual era visto como algo bueno. Pero también había espíritus menos agradables que podían causar problemas. Por eso la gente encendía hogueras enormes, hacía ofrendas de comida y bebida y hasta usaba máscaras y disfraces rudimentarios para despistar a los malos espíritus.
Ese detalle de los disfraces es uno de los más interesantes. Mucha gente piensa que es un invento moderno, pero en realidad ya estaba ahí, aunque con otro sentido. No era para divertirse o ganar un concurso, sino como una especie de protección.
Además, el Samhain tenía otra parte muy importante: era una celebración agrícola. Era el momento de terminar las cosechas y prepararse para meses de frío, en los que la comida sería escasa. En cierto modo, era una mezcla de despedida y bienvenida: adiós a la parte más cálida y fértil del año, hola al invierno largo y complicado.
Yo me imagino a la gente reunida alrededor del fuego, compartiendo historias, agradeciendo por lo que tenían y a la vez con un poco de miedo por lo que vendría. Y la verdad es que entiendo por qué marcó tanto. Cuando un rito se mezcla con la vida diaria y con algo tan esencial como la comida o la familia, es normal que se quede grabado en la cultura.
El paso del paganismo al cristianismo
Como pasó con tantas fiestas antiguas, el cristianismo acabó absorbiendo parte de esta tradición. A partir del siglo VIII, la Iglesia estableció el 1 de noviembre como el Día de Todos los Santos, y la noche anterior se empezó a conocer como All Hallows’ Eve (la víspera de Todos los Santos). Con el tiempo, ese nombre se transformó hasta llegar a la palabra Halloween que usamos hoy.
Lo que me parece fascinante es cómo se mezclaron los significados. La Iglesia buscaba cristianizar una fiesta pagana, pero al mismo tiempo la gente seguía conservando parte de sus ritos. Por ejemplo, seguían creyendo que esa noche los muertos podían estar cerca, aunque lo expresaban de forma diferente.
Y ahí empieza el juego de capas: tienes la tradición celta, luego la versión cristiana, y después, con los siglos, llega la parte más cultural y comercial que conocemos. Cada etapa fue aportando algo nuevo, y por eso Halloween es tan rico en símbolos.
Las calabazas, por ejemplo, vienen de una leyenda irlandesa llamada Jack O’Lantern. En ella se cuenta la historia de un hombre que engañó al diablo y, cuando murió, no pudo entrar ni al cielo ni al infierno. Su castigo fue vagar con una linterna hecha con un nabo hueco. Cuando los inmigrantes irlandeses llegaron a Estados Unidos, sustituyeron el nabo por la calabaza, porque era más abundante y más fácil de tallar.
Así nació uno de los elementos más icónicos de Halloween.
Los disfraces, de la protección al juego
Si algo define a Halloween hoy son los disfraces. Pasamos de la versión celta, donde la gente se disfrazaba para despistar a los espíritus, a un enfoque completamente distinto: divertirse, transformarse en otra persona o en un personaje durante una noche.
Los disfraces se han vuelto cada vez más creativos. Ya no es solo de fantasmas, brujas o esqueletos. Ahora puedes ver superhéroes, personajes de series, disfraces graciosos o incluso ideas muy elaboradas hechas a mano. La parte estética ha ganado muchísimo terreno, y también la parte social: es una noche para mostrar imaginación.
La casa de los disfraces, tienda online especializada en todo tipo de disfraces, nos comentan, por ejemplo, que, cuando se trata de niños, lo más importante no es que el disfraz sea el más llamativo, sino que sea cómodo. Si el niño no puede caminar bien, si le da calor o si no puede ponerse la máscara más de dos minutos, no lo va a disfrutar. Y me parece un consejo tan simple como real. A veces los adultos pensamos más en la foto perfecta que en la experiencia, y se nos olvida que para los pequeños el objetivo es pasarlo bien.
También creo que los disfraces tienen una función social: son una forma de romper la rutina, de atreverte a ser otro por un rato. Y eso no solo lo disfrutan los niños, los adultos también. Por eso Halloween se ha convertido en una excusa para hacer fiestas temáticas, organizar concursos y, en general, jugar con la identidad.
Y hoy, ¿cómo es Halloween?
Es una mezcla de todo lo anterior. Por un lado, está la parte histórica y cultural que viene del Samhain. Por otro, está la parte religiosa del Día de Todos los Santos. Y encima, tenemos la parte comercial que mueve millones cada año en disfraces, dulces, decoración y fiestas.
Algunas personas critican que se ha vuelto demasiado comercial, que solo se trata de gastar. Yo no lo veo así: creo que cualquier tradición que consigue adaptarse y sobrevivir durante siglos merece respeto. Que hoy compremos calabazas de plástico o bolsas de caramelos no le quita valor a que todo eso venga de una necesidad muy humana: recordar a los muertos, enfrentar los miedos y celebrar en comunidad.
Además, no todos lo celebramos igual. Hay quienes lo ven como una excusa para salir de fiesta con amigos, quienes se centran en los niños y los disfraces, y quienes lo usan como un momento para ver pelis de terror toda la noche. Y lo interesante es que todo eso cabe en la misma fecha.
En mi caso, me gusta ver las calles llenas de gente disfrazada, los escaparates con decoración y el ambiente de fiesta en general. Aunque no sigamos los mismos ritos que los celtas, seguimos compartiendo la idea de que esa noche tiene algo especial, algo distinto al resto del año.
Mirar al pasado para disfrutar el presente
Cuando pienso en Halloween, me parece increíble cómo una celebración tan antigua sigue teniendo sentido hoy. Obvio que no lo vivimos como los celtas, ni como la Iglesia medieval, ni siquiera como los inmigrantes irlandeses que llegaron a Estados Unidos. Pero de alguna forma, seguimos repitiendo gestos que vienen de ellos: encender luces en la oscuridad, disfrazarnos, juntarnos con la gente que queremos y dar un espacio a los que ya no están.
Y creo que vale la pena detenerse un poco en eso. Si todo lo reducimos a disfraces baratos y caramelos, nos perdemos la oportunidad de conectar con una tradición que tiene más de dos mil años de historia. Y al mismo tiempo, tampoco creo que haya que ponerse solemnes. Al final, las fiestas son para disfrutarlas.
Halloween es un recordatorio de que las tradiciones cambian, se mezclan, se transforman y se adaptan, y cada generación las vive a su manera. Lo importante, al menos para mí, es no olvidar de dónde vienen. Porque en ese origen está la parte más auténtica, la que explica por qué seguimos celebrando algo que empezó en pueblos celtas hace tanto tiempo.