La identidad española no ha dejado ser tema de debate filosófico desde el inicio de los tiempos. Tierra multicultural testigo de la convivencia de razas y religiones pretendidamente enemigas, España ha sido siempre lugar de amor y odio entre modos de vida opuesta, enfrentada y vecinal.
El problema de Las Dos Españas, que tanta tinta ha hecho correr en la era contemporánea, tiene su origen desde momentos muy tempranos de nuestra historia y no ha dejado de existir a día de hoy.
Y es que son muchos puntos los que nos convierten en enemigos entre nosotros: la ideología política (en su oposición izquierda-derecha), la religión (catolicismo y anticatolicismo), la gestión del territorio (el centralismo frente a los nacionalismos periféricos)… Todo apunta a que somos un país poco amigo de la tolerancia y la convivencia, mostrándonos mucho más partidarios de las posturas extremas y absolutas que de la comprensión y la apreciación de la diversidad cultural y de opiniones que enriquecen el imaginario de una sociedad. Rígidos y absolutistas. Como en Fuenteovejuna, “todos a una”, a por el pensamiento único. Quizá en el fondo nos guste más la dictadura, del corte que sea, que la democracia real, con toda la divergencia que eso implica.